
Admirable la desfachatez amateur del mandatario y su banda, impensable para colegas anteriores, quizás para la jerarquía que representa, pero imponiendo una determinación única que revela su voluntad para gobernar.

Hubiera sido la culminación artística de Mauricio Macri: cantar en un teatro imitando a Freddie Mercury, aunque ni se acercaba al rango vocal del cantante de Queen (cuatro octavas). No pudo, ni como presidente, concederse ese placer, aunque antes había ensayado varias veces esa debilidad infantil hasta que, en una reunión, como se sabe, casi pierde la vida porque se atragantó con un bigote postizo que lo mostraba parecido al extravagante músico. Se salvó por la intervención de un médico al cual luego convirtió en ministro. Menos se atrevió a los compases de baile, su hechicera; ese placer se lo guardó para sí mismo.
Tampoco Carlos Menem, que se atrevía a todo, se arriesgó a cantar siquiera en un estadio su tango preferido, “Naranjo en flor”. Justo él se perdió la oportunidad canora, ese atrevido que acertó al aro de básquet en el Luna Park con el elenco nacional, que no se privó de jugar un amistoso con los grandes cracks del seleccionado de fútbol y, entre otras aventuras, batió récords de velocidad con una Ferrari que le obsequiaron unos empresarios italianos interesados en una concesión del gobierno. Impúdico, claro: poder que no abusa no es poder.
Si Fernando de la Rúa no hubiera sido tan recatado, tal vez el público podría haber apreciado su memoria tanguera y cierto atrevimiento coral en las reuniones de la gente del Turco, estimulados también por amigos que le podían recordar piezas prostibularias como la refaccionada “Cara sucia, te has venido con la cara sin lavar”. Fue un radical poco osado, obvio, al igual que Raúl Alfonsín, al que no le faltaban mentores y expertos en letras e historia de tangos como Germán López, pero al que no le gustaba la música ni el fútbol. De cantar, ni en chiste. En público, hubiera temblado.
En cambio, peronistas como Sergio Massa, más de una vez insinuó un repertorio de melodías con el actual gobernador de Salta, el guitarrista profesional Gustavo Sáenz, entonando en ciertos actos bobadas de Ricardo Arjona. Aunque uno se afina en Jaime Dávalos y el otro, más de agua, hasta puede recitar a Juan L. Ortiz en los juncos. Pero, si no fuera por la política que los une y los desune, irían a ofrecerse al menos en los shows de los románticos cruceros del Caribe. Si le confirman a Massa que, para alcanzar el sillón de Rivadavia, debe subirse a un escenario y compararse con Pavarotti, en cualquier momento aparece reservando la misma cartelera de Milei.
Más púdico fue su jefe transitorio, el cantautor Alberto Fernández, quien empuña la viola como autoayuda para conquistar mujeres y que jamás, como hubiera deseado, se permitió salir a las tablas, en público, y abalanzarse sobre los temas de su grupo musical preferido, “Los Súper Ratones”. A pesar, inclusive, de que instaló en la Casa Rosada una serie de recitales de rock en los que la vergüenza le impedía participar como protagonista. En esa inhibición, era un presidente.
Falta Cristina Kirchner en la nómina, poco convencida de su gola, que la reservaba para la ducha, pero apasionada por el baile, música urbana, bailantera o murguera, capaz hasta de moverse con el Himno Nacional, como se ofreció seguido en los balcones presidenciales y en los actos, con movimientos, pasos y bamboleo de caderas que ahora repite, cada tanto, con disimulada alegría desde su presidio a la calle. A ella tampoco, a quien había que temer “un poquito”, ni por un instante se imaginó exhibir sus cualidades en un espectáculo ante la jubilosa multitud partidaria. Aunque la audiencia fanática le compra todo, siempre ha sido reticente con ella misma y sus pasiones.
Al revés, claro, de quien cumplió su sueño: de sentirse un rolinga, presidir un pogo, ensayar, preparar el sonido en el Arena de Atlanta, cantar o gritar según la ocasión, frente a unos quince mil admiradores que se reverencian —todavía no lo tienen en claro— en la Escuela Austríaca o la de Chicago. Admirable la desfachatez amateur del mandatario y su banda, impensable para colegas anteriores, quizás para la jerarquía que representa, pero imponiendo una determinación única que revela su voluntad para gobernar.
También el curioso acto, convocado para la presentación de un libro propio, sirvió para desentrañar enigmas de gobierno y de partido. Por ejemplo, la obligada coexistencia del triángulo de hierro: otra vez sostuvo como indispensables a su hermana Karina y a su asesor Santiago Caputo. Más que una confirmación, una advertencia para los dos: resulta intolerable y dañina para el gobierno la interna que protagonizan, la adolescente porfía por un retazo más de poder. No incluyó a Guillermo Francos en la geometría: el jefe de Gabinete no disputa y, en ocasiones, parece un hombre de teflón.
Aunque ellos seguirán en el equipo luego de las elecciones del 26, cuando se disparen —dicen— cambios de nombres y de prospectos económicos (cambiarios). Según el resultado. Venía Milei antes del show con prevenciones y padeciendo el formidable tifón que volteó al candidato José Luis Espert —cuyas derivaciones aún permanecen en la superficie por el caso Fred Machado— y de penurias en la economía que Donald Trump no resuelve aún con anuncios inéditos para “el amigo americano”. No alcanzan sus promesas: en el sector financiero hay gente de poca fe, a ninguno se le ocurre la procesión a Luján.
Además, en el Congreso le va peor al gobierno, con una mayoría opositora que lo aporrea y destripa para dejarlo rengo, por lo menos. Por si fuera poco, una marejada de encuestas no favorece al oficialismo y a Milei le indigna que los medios se solacen con esos números de cumplimiento incierto.
Pero el acto resultó un singular viagra político para Javier Milei, rescatado parcialmente del hundimiento esa noche, y ahora espera buenas noticias de su correo Luis Caputo en Nueva York y Washington, adonde él mismo, la semana próxima, se abrazará como un bebé a su colega Trump, el mismo que ha decidido trasladar a Paraguay lo que fue la Operación Colombia contra el narcotráfico.
A la Argentina le corresponde un nuevo rol, seguramente en la región —y peligro consecuente— por esa vecindad para erradicar un negocio más que un vicio. Otro dato estratégico que valoriza la opinión de Trump sobre el presidente. En esa turbidez se aguarda la última declaración de un poderoso empresario de Rosario, un “arrepentido” que puede sacudir cabezas impolutas.
Es que la cuestión judicial, relegada por el momento, amenaza con otro rol mediático, postergando a la política: comienza el 6 de noviembre el juicio por las coimas denunciadas en los cuadernos. Y con la seguridad de que ese juicio estará en las redes y, sobre todo, será presencial: al menos, el primer día, con muchos personajes poderosos que creyeron —o alguien les hizo creer— en abrir la billetera para evitarse condenas; “arrepentidos” que darían la vida para que sus nietos no los vieran en esos bancos.
Aunque a los nietos, cuando gasten el legado del abuelo que tuvo domiciliaria con tobillera, ni les importará la procedencia del dinero. Aunque parezca mentira, el oro no siempre compra el bronce.
Todo comienza el 6 de noviembre: la asistencia forzada será para unos doscientos involucrados, y cantarán en la Sala AMIA con menos entusiasmo que Milei.